Elevado en la cruz, hijo mío,
te haces cada vez más vertical: tu cabeza injuriada por espinas
ya toca las más altas nubes.
No te puedo alcanzar, no puedo
cerrar tu herida con mi mano,
y la sustancia dorada
que le dio el Padre
te sigue abandonando por la lanzada.
Al aire han vuelto los olores
de tu nacimiento. Ay niño mío,
crucificado desde siempre,
tu sangre cae
y quema la tierra
y quema los siglos. El tiempo de los pobres
y el tiempo de los reyes,
con su cada hora, tendidos,
están ardiendo a tus pies.
Mañana todo será nuevo,
menos este dolor infinito. Y no hay consuelo,
sólo una pregunta que grito
y acaso Tú reprochas:
¿Era necesario
que la carne de mi carne
sea entregada como alianza
entre la ingrata tierra y el cielo?
Autor: José Watanabe